Tuesday 23 August 2022

Una herencia perdida (Oswaldo Páez-Pumar)

 

Una herencia perdida

Oswaldo Páez-Pumar

                Después de un poco más de cuatro años en la prisión de La Rotunda mi padre recobró la libertad física, pero la cárcel también había marcado huella en su espíritu y tuvo que ser asistido en su psique por un sobrino suyo, Oscar Loynaz Páez-Pumar, que según relatos que llegaron a mí mucho tiempo después, fue quien introdujo esa cátedra en la UCV.

                La huella era algo profunda, pues en la década de los años treinta (hace casi un siglo) le impuso a mi madre un matrimonio únicamente civil, pues él no creía en los curas; y fue después que ya habían nacido tres de sus hijos, cuando el Obispo de Coro Monseñor Lucas Guillermo Castillo (tío del Cardenal Castillo Lara) de quien era apoderado, le restauró la fe, que le condujo a contraer matrimonio eclesiástico y a bautizar a los tres hijos ya mencionados. Yo no estaba aún presente pero sería el próximo en llegar.

                Había en mi casa unos enormes estantes abarrotados de libros, unos cuantos en latín a los cuales no prestaba atención; y además otros muchos sobre cuestiones religiosas en los cuales resaltaban a mi vista, pero sin provocar ningún interés en explorar sus páginas, un par de tomos, más bien de tomacos, enormes, que llevaban por título “Vida de los Papas”.

                Todo esto ha venido a mi memoria porque yo viví mi infancia, adolescencia y el comienzo de mi juventud bajo la impresión de que el Papa Pío XII era inmortal; y aunque oí y hasta leí comentarios malévolos sobre su supuesto contubernio con el nazismo, el viaje de la orquesta del Estado de Israel para ofrecerle al Papa un concierto en su primera salida al exterior, fue suficiente para comenzar a discernir, a distinguir, entre la propaganda y la información; quizá más bien debo decir entre la información y la propaganda.

                Es así, en ese cuadro, cuándo y cómo comencé a participar en pequeñas cosas en contra de Pérez Jiménez y su caída me agarró en 1958 sin la posibilidad de poder votar por faltarme 6 meses y 29 días, para acceder a ese mágico número de entonces, que eran los 18 años;  puedo decirle a quien me lea que así como mi pequeñísima historia en lo que a Venezuela se refiere, frente a la historia del Papado adquiere una proporción infinitésima por las cosas ocurridas bajo tantos papados unos buenos, otros malos y un gran número de,  llamémoslos, por darle un calificativo, corrientes.

                Por eso añoro la herencia perdida, ese par de tomos desaparecidos, donde seguramente las vidas de Alejandro VI, el Papa Borgia o Borja; o la de Julio II el Papa guerrero o militar, nombre que llevaba  el menor de mis hermanos fallecido de niño y el mayor de mis hijos próximo a los 50 años; dan testimonio de que no todo lo que hagan los Papas, debemos recibirlo con beneplácito.

                Es así como yo califiqué y entonces escribí que cuando el Papa Francisco recibió y aceptó de manos de Evo Morales un Cristo en una Cruz con la “hoz y el martillo” (símbolo del comunismo), debió abstenerse de recibirla y si acaso la tuvo que recibir debió dejarla caer al suelo. Cuando visitó La Habana y trató al jefe de estado Castro, perseguidor del pueblo cubano y muy especialmente de los cristianos, debió dirigirse a él como Castro y no como Fidel, que le abría la oportunidad a un hombre que se dio a la tarea de matar a tantos cristianos de reciprocar su saludo llamándolo Pancho. Por eso, no me extraña el silencio de Francisco frente a las atrocidades de ese engendro de perversidad que es Ortega.

                                                                Caracas, 21 de agosto de 2022

 

Wednesday 10 August 2022

A sesenta años de distancia (Oswaldo Páez-Pumar)

 

A sesenta años de distancia

 Oswaldo Páez-Pumar

                En la campaña electoral del año 1963 ganó el doctor Raúl Leoni, candidato del partido de gobierno Acción Democrática y su más cercano competidor el doctor Rafael Caldera, no era representante de la oposición, sino del partido Copei que en virtud del Pacto de Punto Fijo respaldaba el gobierno presidido por Rómulo Betancourt. La oposición estuvo representada principalmente por Jóvito Villalba y Arturo Uslar Pietri, pero hubo otros tres candidatos, entre ellos Wolfgang Larrazábal que había perdido las elecciones frente a Betancourt en 1958. La suma de votos de los candidatos opositores fue inferior a la suma de votos acumulados entre los doctores Leoni y Caldera.

                De una vez les digo a mis lectores que no voy a hablar (mejor dicho a escribir) sobre eso, lo que seguramente produciría un clic en la computadora para buscar otra cosa de interés, lo que a lo mejor también hacen después del párrafo siguiente.

                El caso es que para esas elecciones yo cursaba el último año de mi carrera de abogado y la concluí en julio de 1964. También es el caso que sin haberme graduado participé activamente en las actividades que precedían a la campaña electoral, una muy importante, el Congreso de Profesionales y Técnicos copeyanos e independientes socialcristianos, donde se discutía y se aprobaba lo que serían el proyecto de plan de gobierno que sería expuesto a la población no solo en los mítines de la campaña electoral, sino en los contactos que se realizaban yendo al encuentro de la ciudadanía en sus casas.

                El doctor Caldera, cinco años después, lograría la presidencia frente al doctor Gonzalo Barrios. Las cien mil casas por año, se origina en buena medida, en las conclusiones de esos congresos de profesionales y técnicos, pero en la campaña ya se sentía la presencia de reputados conocedores de eso que se llama el manejo o el mensaje a la población para la captación de votos; y que se obtiene básicamente a través de encuestas orientadas a saber “¿qué quiere o que le gustaría tener a los integrantes del pueblo que va a votar?

                Saber que quiere o que necesita el pueblo es desde luego prioridad de todo político que aspire a obtener el poder, pues es a través de su ejercicio como podrán satisfacer las necesidades reales y las sentidas por el pueblo, que no siempre son coincidentes; y que desde luego reclaman de quienes van a ejercer el poder que acierten en la prioridad que debe dársele a una sobre otra u otras; y sobre todo que no incluyan como parte de los ofrecimientos los reclamos que aunque puedan surgir de necesidades sentidas de la población, no son realizables y su incumplimiento genera frustraciones que conducen a rupturas institucionales, que desde luego terminan en fracasos de los pueblos aunque sean vistos como fracasos de los gobiernos.

                Nuestros dos últimos presidentes durante los cuarenta años de la “república civil” fueron los únicos en postularse para ser reelegidos. El primero de ellos Carlos Andrés Pérez no llegó a completar su período y su propio partido fue el actor fundamental en su derrocamiento. Desde luego su promesa electoral fue la causa principal de su derrocamiento. Prometió volver a “la gran Venezuela” sabiendo que no era posible y teniendo claro que su programa de gobierno no lo contemplaba; y desde su toma de posesión marcó distancia con todo lo que había dicho en la campaña electoral y abonó la tierra para la conspiración contra su gobierno y el abandono de su partido.

                Rafael Caldera, sin duda de entre todos los presidentes de Venezuela el de mayores quilates académicos, por “¿identificarse con lo que el pueblo reclamaba?”, si es que acaso lo reclamaba, o era más bien una orquestación de quienes teniendo aspiraciones políticas, veían en el teniente-coronel un puente para su propio ascenso político, optó por liberar la bestia, desoyendo la advertencia del Libertador que definió a Venezuela como un cuartel; y no aprovechando la experiencia por él vivida cuando al comienzo de los cuarenta años de gobiernos civiles y pasada la euforia que acompañó a la caída de Pérez Jiménez, éste recuperó algo de popularidad y se impuso la tesis que no podría ser candidato a la presidencia quien hubiera sido declarado culpable de los delitos imputados, que desde luego no eran los mismos que se imputaban al teniente coronel Chávez, aunque él también había incurrido en ese delito en dos oportunidades.

                                                                                Caracas, 4 de agosto de 2022

Vladimiro Mujica: Mikel de Viana, amigo y visionario

 Vladimiro Mujica: Mikel de Viana, amigo y visionario


agosto 08 2022, 11:30 am

Posteado en:  Opinión

Me toma de sorpresa, muy temprano en la mañana del viernes en San Sebastián, la nota en WhatsApp preguntándome si sabía algo de la noticia que estaba comenzando a circular acerca de la muerte de Mikel de Viana, sacerdote jesuita y muy querido amigo. Escribo de inmediato a su hermano José María de Viana, quien me confirma la infausta, y quizás, visto en retrospectiva, anticipada nueva. Vi a Mikel en Bilbao por última vez hace unos meses, en mayo, en la residencia de la Universidad de Deusto, donde había sido profesor durante los últimos años, y me quedé con la sensación de que aquella jornada extraordinaria, con almuerzo en la enfermería, rodeado de sacerdotes, investigadores y docentes retirados, era, en un modo indefinible, pero espiritualmente palpable, una despedida. Mikel había perdido peso y estaba adolorido por una caída que le impedía caminar,  

Pero las dolencias físicas no debilitaron su espíritu e intelecto que permanecían indoblegables y activos como siempre. Ellos  me llevaron de la mano por una travesía inesperada sobre lo que Mikel llamó la “visión comunitaria” de Jesús. Una que divergía  del origen ambiguo que le atribuye la Biblia, más allá de su condición de Hijo De Dios, y que contrasta con el contenido de los pergaminos del Mar Muerto, unos textos descubiertos el siglo pasado en Qunram y que aparentemente arrojaron una luz inesperada sobre los esenios, la comunidad tribal judía a la que, según los mismos, estaba vinculado  Jesús. De hecho, el estudio de esos pergaminos se había convertido en una actividad muy intensa para Mikel. El resto de nuestra jornada de discusión y entrañable afecto, discurrió en conversaciones sobre Venezuela, tema imposible de evitar, y sobre un proyecto común que acariciamos en varias oportunidades, pero que quedará para el futuro incierto de la cooperación en espíritu, de escribir un estudio iconoclasta sobre la guerra federal, un capítulo fascinante, profundamente influyente en lo que somos como país,  y relativamente poco analizado de nuestra historia. 

Llegado nuevamente a España, hice muchos intentos por hablar y ver nuevamente a Mikel. Ahora entiendo que mi intuición era correcta, y que quién siempre se preocupó porque los demás no nos preocupáramos, había tomado la decisión con su Dios y su fe de partir discretamente. Me acerco a la carroza fúnebre que transportó su cuerpo desde Bilbao a un nicho en un columbario del cementerio a un costado de  la monumental Capilla de San Ignacio de Loyola, en un lugar mágico del país vasco, y trato de tomarle la mano a distancia, en la despedida física que ya no puede ser. Momentos de pasar del dolor de su muerte a la celebración de su vida. Un tránsito siempre cargado simultáneamente de dolor y esperanza.

Salidos del sepelio, marchamos a la iglesia del colegio de la Compañía de Jesús en Bilbao, Jesuitak Indautxu.  Allí el Padre Pello Azpirarte, SJ y  compañero de Mikel en Deusto, condujo un oficio maravilloso y profundo,  donde describió lo que él llamó las cuatro etapas de la vida de Mikel, agrupadas en la luchas por la Verdad, la Justicia y la Libertad, en su existencia venezolana, y el retorno a la Fe en su exilio forzado en el País Vasco. Supongo que mi amistad con el Padre Mikel de Viana SJ, brillante pensador, sociólogo, teólogo y  profesor de la UCAB, una amistad que llegó de la mano de dos amigos comunes, Luis Castro Leiva y Teodoro Petkoff, y que se extendería hasta su muerte, comenzó en su tránsito entre las luchas por la Justicia y la Libertad, cuando participaba en los eventos de la sociedad civil en Venezuela que se oponía con decisión al decreto 1011 del gobierno de Hugo Chávez que pretendía la ideologización y el adoctrinamiento de nuestros niños y adolescentes, y en las acciones masivas contra lo que se perfilaba como un régimen que destruía las instituciones, e imponía  implacablemente  un estilo de populismo autoritario. 

No creo traicionar ninguna confidencia si señalo el hecho público y notorio de que la comunidad jesuita en Venezuela, probablemente como la propia sociedad venezolana, estaba profundamente dividida entre quienes pensaban que Chávez era un reformador sincero que podía significar un avance importante contra lo que se percibía como un sistema que generaba pobreza y exclusión, y quienes avizoraron con claridad los peligros del autoritarismo militarista. Creo que, en justicia, puedo afirmar que Mikel derivó prontamente hacia la posición crítica al chavismo, algo que, en definitiva, lo convirtió en un individuo peligroso para el gobierno, y muy conflictivo para sectores de su propia comunidad religiosa, especialmente por su presencia frontal en los medios de comunicación denunciando la naturaleza autoritaria del régimen chavista. Este juego de circunstancias condujo eventualmente a su exilio en el País Vasco, la tierra de sus antepasados familiares, a su incorporación a la Universidad de Deusto y a un prolongado y esencialmente autoimpuesto silencio sobre Venezuela que duró por más de una década.

Cuando le pedí a Mikel que escribiera el epílogo de nuestro libro “La Rayuela de Pablo. Un Laberinto de Reflexiones sobre Venezuela”, inicialmente dudó, arguyendo que él había decidido no opinar más sobre Venezuela, dadas sus circunstancias de salida del país, un hecho con el que él obviamente no podía reconciliarse. Mi insistencia condujo a que escribiera un epílogo de una gran densidad y profundidad, que todavía resuena en mi cabeza por su vigor conceptual y analítico sobre la tragedia de nuestro país. Tomo un solo párrafo del mismo: “El lector de La Rayuela de Pablo acaba de hacer el tránsito espiritual por los oscuros y confusos vericuetos del laberinto de la crisis venezolana. Dédalo, el gran arquitecto de Creta, cumplió con la encomienda de construir el primer laberinto que se recuerda, con tal confusión de estancias, pasillos, escaleras y rincones, que no llevaran a ningún sitio. Los laberintos son temibles, precisamente, porque inducen a la confusión fatal, a la trampa obsesiva de deambular sin rumbo volviendo una y otra vez a las mismas oscuras estancias. Hace dos décadas ninguno de nosotros podía imaginar que la aventura que estrenaba la sociedad venezolana, quitándose de encima el yugo de AD y de COPEI, en realidad era el cándido ingreso en un laberinto infernal del que no acierta a salir y donde el monstruoso Minotauro le exigiría el sacrificio, incluso sangriento, de sus mejores hijos e hijas.”

No crecí en un entorno religioso, pero por razones desconocidas para mi, siempre he tenido una relación profunda y cercana con el mundo espiritual, y dos de las personas a las que me une un profundo  respeto y amistad son jesuitas, Mikel de Viana y Luis Ugalde. Ambos han sido voces claves en denunciar la destrucción de Venezuela que han perpetrado los regímenes de Chávez y Maduro y en pedirle responsabilidad al liderazgo político de la nación. Ambos profundamente ligados al país vasco y a Venezuela. Uno de ellos tiene la fortuna de todavía poder moverse entre los dos mundos con relativa libertad. El otro sufrió los rigores duros de la separación y la partida de su patria. No puedo añadir nada a la sencilla y demoledora frase que me escribió  su hermano José María en WhatsApp en nuestro diálogo digital después de conocerse su fallecimiento: El exilio lo mató. Pero su legado y su vida extraordinaria sobreviven en nosotros. Se ha marchado un guía religioso y un luchador por la libertad de Venezuela, y ambas existencias fueron verdaderas.  Ya vendrán otros tiempos cuando su memoria de visionario y de gudari, guerrero en euskera, como bien apuntó el padre Pello en la misa en memoria de Mikel, será reconocida.

Vladimiro Mujica